Un Diagnóstico Tardío: Mi Historia Con El Párkinson De Inicio Temprano (Anónimo)

Publicado el 24 de noviembre de 2024, 8:30

Todo empezó con pequeños cambios. Tenía 38 años, una carrera estable y una vida activa, cuando empecé a notar ciertas rarezas en mi cuerpo. Al principio fue la mano izquierda: sin razón aparente, comenzaba a temblar en momentos de descanso. No le di mucha importancia; pensé que quizás era estrés o el cansancio acumulado de largas jornadas laborales y de cuidar a mis hijos pequeños. Pero después vino el dolor en el hombro, como una rigidez que no cedía. Luego, la escritura se me hacía más difícil; las letras parecían encogerse en la página. Fue entonces cuando me di cuenta de que algo no estaba bien.

Fui al médico de cabecera y le expliqué mis síntomas. Él también pensó que podría tratarse de estrés, o incluso de una especie de "fatiga laboral". Me recomendó descanso, algo de ejercicio y vitamina B. Volví a casa tratando de convencerme de que todo estaba bien, que era solo cuestión de descansar un poco. Pero el temblor en la mano continuaba y la rigidez empeoraba.

Pasaron unos meses y, sin mejorar, regresé al médico. Esta vez, me mandó a un traumatólogo que, tras varias pruebas, me diagnosticó una tendinitis en el hombro. Me recetaron antiinflamatorios y fisioterapia, pero el temblor persistía y, para entonces, los movimientos de mi brazo izquierdo se estaban volviendo cada vez más lentos.

En la siguiente consulta, el traumatólogo sugirió que podía haber algún problema neurológico, así que me derivó a un neurólogo. Llegué con esperanza a la consulta, pensando que finalmente encontraríamos respuestas. Le conté sobre el temblor, la rigidez, mi dificultad para escribir. Sin embargo, después de escucharme, me dijo algo que me cayó como un balde de agua fría: “A su edad, no creo que sea nada grave. Podría ser ansiedad o alguna condición leve del sistema nervioso”. Me pidió una serie de análisis de sangre y una resonancia magnética, solo para “descartar cualquier problema”.

Esperé semanas para realizar todos los estudios y meses para recibir los resultados, pero no encontraron nada fuera de lo normal. Mientras tanto, los síntomas empeoraban y empezaban a afectarme en mi día a día. Me costaba abotonarme la camisa, mis movimientos eran torpes, y cada vez que intentaba explicarle a alguien lo que sentía, parecía que nadie me tomaba en serio. Me decían que “seguro era el estrés” y que “era muy joven para preocuparme por algo serio”.

No fue hasta casi un año después, cuando un segundo neurólogo decidió que debía hacerme una prueba más avanzada: un escáner cerebral llamado DAT-scan. No sabía mucho sobre esa prueba, pero confiaba en que quizás, esta vez, encontraría respuestas. El día del examen me sentía nervioso, temeroso de que me dijeran que no habían encontrado nada y que otra vez me quedara sin respuestas.

Los resultados llegaron unas semanas después, y esta vez fue distinto. El neurólogo me llamó para decirme que había una pérdida significativa de dopamina en mi cerebro, algo característico de la enfermedad de párkinson. No podía creerlo; mi mente se llenó de preguntas y de un temor desconocido. ¿Cómo podía ser párkinson? Era una enfermedad de personas mayores, no de alguien de mi edad. Me sentí perdido, como si en un segundo todo mi futuro hubiera cambiado.

Aceptarlo no fue sencillo. Después de años de consultas y de dudar de mis propios síntomas, tenía una respuesta, pero esta no era la que esperaba. Pasé por una mezcla de emociones intensas: desde alivio por tener finalmente un diagnóstico, hasta rabia, incredulidad, tristeza. Fue un duelo extraño, porque de alguna manera había estado viviendo con la enfermedad sin saberlo, y de pronto tenía que aprender a convivir con ella con un nombre y un diagnóstico.

Ahora, a los 40 años, tengo un tratamiento que me ayuda a controlar los síntomas, pero también tengo un nuevo reto: vivir con párkinson en una sociedad que asocia esta enfermedad solo con personas mayores. La gente aún se sorprende al saber que tengo párkinson, y algunos me miran con escepticismo, como si fuera imposible que una persona de mi edad enfrente algo así. Pero hoy sé que no soy el único; cada vez más personas jóvenes reciben este diagnóstico, y es hora de romper con esos estigmas.

Todavía estoy en proceso de aceptar mi situación y de aprender a vivir con el párkinson. Hay días buenos y días malos, momentos de duda y de esperanza, pero ahora sé que la mejor forma de enfrentar este diagnóstico es informándome, conectándome con otras personas que están en la misma situación y, sobre todo, confiando en mí mismo. Después de tantas consultas y pruebas, aprendí que si hay algo en nuestro cuerpo que no se siente bien, debemos seguir insistiendo hasta encontrar respuestas.

Anónimo

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