
Enero había llegado con su frío característico, dejando atrás las luces y los excesos de las fiestas navideñas. Con una maleta a cuestas y la mente en Málaga, yo caminaba entre la multitud de la estación de tren de Madrid. Me esforzaba en adivinar cuál sería la vía de mi tren. Si lo conseguía, podría ser de las primeras en abordar y encontrar un sitio donde dejar mi maleta. Subirla al compartimento me resultaba cada vez más complicado. Finalmente, tras unos minutos de incertidumbre, fui la primera en llegar. Coloqué mi maleta en el hueco y me senté con un suspiro de alivio. Viajar sola, aunque reconfortante en algunos aspectos, era también un reto. Pero ese día, al menos, me sentía bien.
La estación cobraba vida con la llegada de otros pasajeros. Los que se equivocaban de coche, el niño que lloraba, la abuela que gritaba... Cada uno con su historia, todos compartiendo un destino. El vagón comenzó a llenarse hasta que, finalmente, entró una chica que llevaba una maleta no demasiado grande pero si pesada. Su mirada denotaba cierta desesperación. El único espacio disponible para su equipaje estaba en el compartimento superior. Observé cómo intentaba alzar la maleta, mientras nadie se ofrecía a ayudarla.
—¿Te ayudo?— me ofrecí, levantándome de mi asiento.
Ella me miró sorprendida, y tras un instante de duda, asintió. Entre las dos logramos subir la maleta. Ella sonrió agradecida antes de dirigirse a su asiento, dos filas delante de mí. Durante todo el trayecto no cruzamos palabra.
Tres horas más tarde, el tren llegó a su destino. Sentí cómo la rigidez de mi cuerpo se acentuaba al intentar ponerme la mochila. Mis movimientos eran lentos y torpes, lo suficiente para que la señora sentada a mi lado lo notara y se ofreciera a ayudarme.
En ese instante, la chica de la maleta, que ya estaba en fila para salir, se giró y me miró con sorpresa.
—¿Cómo? ¡¿Tú me has ayudado con mi maleta y ahora no puedes mover el brazo?!— exclamó con una mezcla de incredulidad y admiración.
Sonreí, a pesar de la situación.
—Ahora no puedo, pero antes sí. Y cuando puedo, me gusta ayudar a los demás.—
Ella asintió, pensativa. La señora a mi lado intervino, comentando cómo el mundo sería mejor si todos estuviéramos dispuestos a echar una mano a los demás. La chica coincidió, y sus palabras, sencillas pero sinceras, me hicieron sentir arropada.
Al bajar al andén, mi cuerpo parecía no responder como debería. La rigidez me obligaba a moverme con pasos lentos y calculados, apoyándome en mi maleta a modo de "andador". Ella me observó con preocupación.
—¿Estás bien?— me preguntó.
—Parkinson— respondí, sin entrar en detalles. Su reacción fue lo último que esperaba.
—Ah, Parkinson. ¿Y cómo lo llevas?— dijo, con una sonrisa tranquila, como si le estuviera hablando de cualquier otra cosa.
Durante un instante, no supe qué responder. ¡Era la primera persona, la primera vez en diez años que alguien no reaccionaba con sorpresa o conmiseración!. Le hablé un poco de mi diagnóstico, del tiempo que llevaba conviviendo con la enfermedad y de cómo la medicación me ayudaba a sobrellevar el día a día. Saqué de mi bolsa un ejemplar de A la sombra del Parkinson, un libro que suelo llevar conmigo para regalarlo a personas especiales. Este, sin duda, llevaba su nombre. Ella lo recibió emocionada.
Hablamos durante algunos minutos. Me contó que tenía una hija con problemas de visión doble que estaba en seguimiento con un neurólogo. Mientras hablábamos, mencioné lo difícil que era lidiar con el estigma de la enfermedad, sobre todo siendo joven. Ella me escuchó atentamente, hasta que, para mi sorpresa, comenzó a llorar.
—Perdóname— dijo, entre sollozos—. No puedo evitarlo. Me has conmovido.
—No llores— le pedí con suavidad—. Me alegra haberte conocido.
—Y a mí — Me miró con gratitud y me dio dos besos.
—Vanessa— dijo.
Le ayudé a buscar mi perfil en Instagram, ya que era nueva y no sabía bien como usarlo. Emocionada, se despidó de mí, agradeciéndome el libro, la ayuda y nuestras palabras compartidas.
Mientras la veía alejarse, reflexioné sobre lo que había ocurrido. Personas como Vanessa, con su energía y empatía, tienen el poder de transformar un día ordinario en algo especial. Su entereza y naturalidad me recordaron que, incluso en los momentos difíciles, es posible encontrar compañía y comprensión.
Un encuentro breve, pero inolvidable. Todo un ejemplo de empatía, solidaridad y humanidad.
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Comentarios
Q bonito es encontrarse con “Vanessas”, nos hacen creer un poco más en la humanidad. Un abrazo Marta.
Me siento identificada con muchos de los relatos .A mi me pasó algo parecido , pero en el avión, iba sola en la primera fila y en estado off, en ese momento la azafata me dijo que no podía llevar nada encima, solo llevaba el bolso y un pañuelo, pero era incapaz de ponerlo arriba, la chica que iba a mi lado , se dio cuenta, de mi rigidez y no tardó en ofrecerme su ayuda. Le di las gracias y le dije “estoy mal, pero no te preocupes que no es nada contagioso, es párkinson.” Ella me dijo “lo q necesites me lo dices “. Es más, llamó el chico que la acompañaba para que se sentara a su lado, porque estaba libre y le dijo que no , se quedaba conmigo por si necesitaba algo.
No sé si la volveré a ver o si la reconocería, pero doy , desde aquí, las gracias a ella y a tantas personas como ella q hay por el mundo.
Qué historia tan conmovedora y llena de humanidad. Me encanta cómo refleja la importancia de los pequeños gestos y la conexión humana en los momentos más inesperados. Ese acto de ayudar, que parece tan simple, desencadenó un encuentro cargado de empatía y significado. Personas como tú y Vanessa demuestran que la bondad puede transformar no solo el día de alguien, sino también su perspectiva. Gracias por compartir algo tan inspirador y lleno de vida. ¡Qué regalo tan bonito dejar huella en alguien de esta manera!