Ayer viví una experiencia que me dejó una sensación amarga que aún no consigo quitarme de encima.
Lo que iba a ser una mañana de chicas fabulosa terminó siendo una mañana de pesadilla.
Era el cumpleaños de una de mis amigas y decidimos ir a tomar unas tostadas y luego irnos a comprarle un regalo a otra amiga. Plan perfecto, hacía tiempo que no nos juntábamos.
Aparqué en una plaza reservada para personas con discapacidad, con mi tarjeta de movilidad reducida en el vehículo. Sin embargo, al regresar, me encontré con la desagradable sorpresa de que me habían multado por tener la tarjeta caducada dos días y, para colmo, habían llamado a la grúa para llevarse mi coche.

Traté de explicar que la tarjeta estaba caducada porque estoy esperando la revisión de discapacidad, un proceso que se revisa cada dos años. Sin embargo, mi movilidad sigue siendo reducida a pesar de la burocracia. Intenté ser clara y educada, pero lo que encontré fue una actitud prepotente por parte de la policía local, que no solo no mostró empatía, sino que me trató con desprecio.
Les mostré mi tarjeta de movilidad, que indica claramente mi grado de discapacidad, y mi DNI, pero no fue suficiente. Me sentí como si estuviera justificando una mentira o como si fuera una delincuente.
Lo más desconcertante fue cómo me cuestionaban mi situación sin siquiera intentar entenderla. Me amenazó con que ya había llamado a la grúa. Yo me quedé estupefacta y le pregunté: "¿Cómo voy a ir al depósito a recoger mi coche si justamente tengo movilidad reducida?". A esta pregunta, ni siquiera se molestó en contestarme, como si la situación no fuera con él.
Este tipo de situaciones no son aisladas para quienes vivimos con una discapacidad invisible. Las enfermedades neurodegenerativas, como el párkinson, no siempre son visibles para los demás, y eso es algo que la sociedad aún tiene que aprender a comprender. Vivir con una enfermedad invisible es como caminar por un mundo donde te ven y te juzgan por lo que no pueden ver. No es solo el dolor físico o los síntomas, es la constante necesidad de justificar tu existencia y tu sufrimiento. En mi caso, a pesar de tener una tarjeta de movilidad y un diagnóstico claro, debo enfrentarme a miradas escépticas y cuestionamientos que me hacen sentir menospreciada.

Después de ese encuentro con la policía, regresé a casa temblando, completamente agobiada por el estrés. Los síntomas del párkinson, como el temblor y la rigidez, se intensificaron por la ansiedad y el agotamiento emocional.
Decidí ir al centro de salud, pues estaba temblando y muy nerviosa por la situación tan estresante.
El médico de guardia me atendió, me recetó un diazepán y me pidió que me tranquilizara. Mi marido, intentando darme apoyo, pidió un informe médico para poder recurrir la multa. Cuando leímos el informe, descubrimos que el médico ni siquiera había revisado mi historial médico. Solo escribió que "la paciente dice tener párkinson y que le afectan muchas cosas", sin haber consultado los detalles de mi condición.
Fue un golpe aún más duro, porque no solo me sentí maltratada por la policía, sino también por el sistema de salud. ¿Es que no se confía en la palabra de una persona solo porque es joven y se ve bien por fuera?
Es frustrante ver cómo, en pleno siglo XXI, sigue existiendo este tipo de ignorancia y falta de empatía. No tengo que justificar mi enfermedad ante nadie. Soy joven, sí, pero eso no significa que no sufra de una enfermedad neurodegenerativa. El párkinson no se ve, pero está ahí, afectando mi vida día a día. Y lo peor de todo es la constante necesidad de explicar y justificar lo que no se ve, simplemente porque no encajo en el molde de lo que los demás esperan ver: una persona con discapacidad que debería verse desarreglada y visiblemente enferma.
La sociedad necesita entender que la discapacidad invisible es tan real como cualquier otra. Las personas que vivimos con estas condiciones no buscamos lástima, sino comprensión.
No debería ser tan difícil recibir un trato justo y humano, especialmente de aquellos que tienen la responsabilidad de velar por nuestra seguridad e integridad física, como la policía y los profesionales de la salud.
Es esencial que los prejuicios y las suposiciones basadas en la apariencia se dejen de lado y se reconozca que el respeto y la empatía son fundamentales para construir una sociedad más inclusiva.


Hoy me siento decepcionada, pero también reflexionando sobre cómo cambiar esta realidad. Necesitamos educar, sensibilizar y, sobre todo, humanizar. Nadie debería tener que justificar su existencia o su sufrimiento, y mucho menos ante alguien con un uniforme o un título profesional que, en lugar de ser una autoridad, debería ser sinónimo de apoyo y comprensión.
La discapacidad invisible no debería ser una carga adicional para quienes ya enfrentan cada día con valentía, a pesar de las dificultades que solo nosotros experimentamos.
Una vez más, alguien ha tenido que sufrir la indignación por padecer una enfermedad aparentemente invisible debido a la ignorancia de ciertas personas. Lo peor de todo es que estas personas se dedican a "proteger y cuidar".
En este caso, ha sido nuestra compañera "Majo", pero, desgraciadamente, es un hecho que ocurre a diario a muchas más personas.
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