Acerca de mi
Me llamo Marta, tengo 54 años, y aunque a veces cuesta creerlo, llevo casi una década conviviendo con el párkinson. Todo empezó cuando tenía 45 años, una edad en la que jamás imaginé que algo así me pasaría. A esa edad era una mujer llena de energía, deportista, optimista por naturaleza, siempre moviéndome entre el trabajo, mi familia y mis entrenamientos. Me encantaba correr, hacer deporte y nadar. Mi vida estaba llena de planes, de proyectos, y pensaba que la salud sería algo que me acompañaría siempre, o al menos durante mucho más tiempo.
El primer síntoma fue algo tan sutil que lo ignoré: un leve temblor en mi mano izquierda. Al principio pensé que era el estrés, el ritmo de vida tan agitado que llevaba, o quizá alguna lesión menor de las que a veces se sufren sin darse cuenta. Pero con el tiempo, el temblor no se fue, al contrario, empezó a intensificarse, sobre todo cuando intentaba estar quieta o relajada. También noté que mis movimientos eran más torpes, que me costaba más escribir o cepillarme los dientes pero seguía pensando que sería pasajero.
Hasta que llegó el día en que decidí enfrentar la realidad y fui al médico. Tras una serie de pruebas, el diagnóstico cayó como una losa: párkinson. Recuerdo sentir una mezcla de incredulidad, miedo y, curiosamente, un poco de alivio, porque finalmente tenía una explicación para lo que me estaba ocurriendo. A pesar de eso, no podía dejar de pensar: "¿Párkinson? Pero si solo tengo 45 años, esto le pasa a la gente mayor, no a alguien como yo que no para y se cuida". Sin embargo, el párkinson no tiene edad. El mío era lo que se conoce como Parkinson "de inicio temprano".
El primer impacto fue duro. No por la enfermedad en sí, sino por la incertidumbre de no saber cómo afectaría mi vida. Me preguntaba si podría seguir practicando deporte, si mi independencia se vería comprometida, si mis hijos y mi marido tendrían que convertirse en mis cuidadores antes de lo previsto. Hubo días en que me dejé llevar por la tristeza, cuando la rigidez en mis músculos me recordaba que había algo dentro de mí que no tenía cura. Pero esos momentos no duraban mucho, porque, como siempre me he considerado una persona optimista, decidí que el párkinson no me iba a quitar lo que soy.
Me aferré al deporte como a una tabla de salvación. Seguí entrenando, aunque algunos días el cuerpo no respondía igual. Adapté mis entrenamientos, con la ayuda de fisioterapeutas y entrenadores especializados, pero nunca dejé de moverme.
Comencé a ayudar a otras personas como yo con el ejercicio, que ha sido siempre mi aliado, me ayuda a mantener la flexibilidad, la fuerza y, lo más importante, me recuerda que aún tengo control sobre mi cuerpo. Claro que ya no puedo rendir como antes, pero no se trata de eso. Para mí, cada paso que doy es una pequeña victoria.
El párkinson me ha enseñado algo valioso: a vivir en el presente. Antes de la enfermedad, siempre estaba mirando hacia el futuro, haciendo planes. Ahora valoro lo que tengo en este momento, cada día que me siento bien es un regalo. No quiero mentir, hay días malos, días en los que siento que el temblor y la rigidez me roban parte de mi energía, pero trato de no dejar que esos días definan mi vida. Afortunadamente, el párkinson no ha tocado mi espíritu, mi sentido del humor sigue intacto, y aunque a veces necesito más tiempo para hacer cosas que antes hacía con facilidad, me sigo sintiendo capaz.
Mi familia ha sido fundamental en todo esto. Mi marido, mis hijos, mis amigos, todos han aprendido conmigo lo que significa vivir con párkinson. Nunca me he sentido sola, ni siquiera en los momentos más duros. No me ven como una enferma, sino como la Marta de siempre, la que se ríe con ellos, la que hace bromas sobre sí misma cuando algo no sale como esperaba. Ellos me han enseñado a aceptar ayuda sin sentirme débil.
En estos nueve años, he aprendido que el párkinson no me define. Soy Marta, una mujer de 54 años, optimista, luchadora, amante del deporte y la naturaleza, y también una mujer con párkinson. El diagnóstico fue solo una parte de mi vida, no el fin de ella. He descubierto que la resiliencia es algo que no sabía que tenía, pero que está ahí, dándome fuerza todos los días. Y si algo me ha enseñado esta enfermedad, es que siempre hay una manera de seguir adelante, de encontrar la luz en la sombra.